miércoles, 17 de abril de 2024

El viaje

¡Qué maravilloso intermedio en la vida es el viaje! No hay susurros de la rutina, ni un tenue eco de la molestia de madrugar, de la pereza de hacer. El viaje es una extracción, y temo que, en un descuido, algo del destino que me invita me invada agarrándome del brazo, igual que la hiedra se aferra y tapiza los olmos pelados y raquíticos, que intentan mostrarse entre mimosas ya agotadas de su breve primavera.
El viaje te desplaza en una cabina transparente que te aleja y te aísla, te reconvierte y entrega a la alegría. Es una bienvenida y una despedida sincronizadas y acotadas. Es una enseñanza, un curso rápido y presencial sobre otra perspectiva de la vida.
Es una callejuela estrecha, una escultura flor, un mensaje en el suelo, un mar al fondo, perenne e inagotable, una ventana engordada a través de una reja con barriga cervecera, son los árboles y las plantas, es todo lo autóctono que vive y resiste, una nube en un cielo sin fronteras (la única carretera continua sin cruces ni rotondas ni peajes), una puerta con pérgola ruinosa, una iglesia fría, un edificio antiguo, unos restos añejos, un plato de comida típico o un muro lleno de musgo. Todo llama tu atención, todo parece nuevo y único. Por ello, se dispara la curiosidad insaciable e incontrolable.
El viaje también es turismo, no obstante, es la parte frívola y fastidiosa, la foto, la visita rápida, otra foto, el cansancio, arrastrar maletas (que únicamente pesan durante el regreso), volar en low cost, que te cacheen en el aeropuerto...
Pero lo que interesa, lo que gozas, es el viaje como recorrido, como destino, como movimiento, como descubrimiento. Es un borrado, un reseteado, para llenarte o reprogramarte de nuevo aunque queden archivos antiguos y la nube (la de internet) esté llena de basura intergaláctica. Sí, te refresca, te repone y sus paisajes se imponen. 
Además, el viaje oculta los nombres de los días y siempre es fin de semana, de igual forma que difumina las fechas célebres. Todo es un ligero sábado lleno de expectativas hasta el final.
Igualmente, es un encuentro en vivo con postales típicas e incluso con escenarios de los directos de los corresponsales del telediario. Es lo que queda: las miradas adheridas que no se limpian ni con agua micelar.
Y es la gente que te acompaña, a la que redescubres, con la que compartes. Esos otros viajeros que están a tu lado son tu único asidero en las ciudades que visitas. Son tus cuidadores, te hacen de traductor, vigilan tus pertenencias, aparecen en tus fotos, tienen la misma mirada emocionada y brindan entusiasmados contigo. Su roce permite la seguridad y el disfrute de un entorno desconocido, en el que podrías perderte en soledad. La mitad del viaje son los acompañantes con los que te unes en una ceremonia invisible y duradera en la memoria.
Viajar es también desprenderte de molestias que se han quedado atrás incordiando a tus vecinos. Está lleno de apeaderos desde los que tomar fuerzas. No importa lo que engorda, ni si te bebes un vino de más porque hay un mantra silencioso pero constante que te dice, aprovecha, estás de viaje.
Sabes de la excepcionalidad y por ello quieres atraparlo todo. Y todo es bello y tú te sientes bella. Las ciudades se revalorizan con la mirada del visitante, resucitan, porque sus hijos no las observan ya con el deseo de atraparlas ni la admiración de creerlas únicas. La fascinación por todo lo que visitas es difícil de comparar con sensaciones propias, hasta el punto de creer (fantasear) que los autóctonos del lugar tienen un privilegio, son extraordinarios, viven en un espacio superior.
Luego, el viaje se queda en la memoria a remiendos, hay escenas o frases u olores que se adhieren como esas hojas lobuladas recién mojadas por la lluvia que el viento estampa contra los parabrisas de los coches. Sabes que esos recuerdos, que no son los que has elegido quedarte, son los más fuertes, son el rey de la selva memorística.
Sin embargo, poco a poco estos retazos van encogiéndose hasta perder el fulgor del instante, según van distanciándose del presente. Y al final quedan fotos fijas de un paisaje difícil de definir, una carcajada cuyo eco aún te hace feliz, queda un pecho henchido perdiendo la geografía y mezclándose con esa nube inmensa de documentos dispares que es la retentiva individual.
Dan igual la coordenada geográfica y los kilómetros de distancia, da igual cómo se llame el lugar, da igual si el alojamiento es apartamento turístico, hotel o cueva, todo tiene encanto y te seduce. Da igual que sea Chinchilla o la Costa Azul, da igual que te dirijas a la Abadía de Westminster o al nacimiento del río Cuervo, da igual que se hable el portugués de El Algarve o el catalán de Formentera.
El viaje es sanador, es una metáfora de la existencia, de la necesidad de soltarse y de huir, es por eso, y por mucho más, uno de los grandes temas de la literatura. Si no viajas no expandes la mirada, contraes el álbum de recortes sonoros, achicas la vida, la marginas, conviertes tu mundo en un gueto de uno solo.
En ese movimiento que impone el viaje hay una desnudez que te obliga a desligarte de la ropa usada para dirigirte impoluta al destino, sin vicios, ni arrastres, sin holgura. Así, todo entra nuevo a los ojos (aunque alguna vez hayas pasado por ahí), así, se estrenan los sentidos y todo se presenta como si fuera por primera vez.
Y después, cuando el regreso se asienta y pasan los días, queda el poso, un poso que alimenta, que te proporciona la energía y la ilusión para tirar hacia delante en espera deseosa del próximo destino, de otros muchos viajes, de interrupciones de la vida.

domingo, 31 de marzo de 2024

Semana Santa

El domingo de Ramos, día en el que mi madre nos decía cuando éramos niños que si no estrenabas nada no tenías ni pies ni manos, y por eso cada año renovaba mis calcetas de hilo que me llegaban hasta las rodillas… sigo, que me pierdo, el Domingo de Ramos me despertaron los gritos de una persona con una diarrea verbal (textualmente, porque el único verbo que conjugaba era cagar en su forma reflexiva) que no dejó títere con cabeza. Despotricó contra toda la Semana Santa y contra todos sus protagonistas sin excepción (vivos y sobrenaturales). Por supuesto, mi primer pensamiento fue ¡vaya borrachera lleva el amigo!, pero no, beodo, no estaba. Iba enfadado, mucho, muchísimo, un cabreo que puso el grito en el cielo y, sobre todo, en la tierra (en concreto en mi calle), así que en su arremetida también se refirió a los hipócritas que celebran (aunque no debería ser una celebración teniendo en cuenta que lo que se conmemora es la tortura y crucifixión de Jesucristo) esta Semana Santa sin verdadero sentimiento cristiano, mientras practicamos otros sentimientos más terrenales y profanos, incluso reprobables según la lista de pecados capitales: la soberbia, la avaricia, la gula o la envidia. Vamos, el pan nuestro de cada día sea o no santo.

El pobre hombre chillaba como poseído, pero entre su delirio y mi somnolencia reflexioné sobre esa hipocresía contra la que se manifestaba de forma tan violenta. Y ahí, el susodicho tenía más razón que un santo (ya que estoy, me pongo en tono religioso). Así que quien no se considere hipócrita que tire la primera piedra (ahí va otra referencia católico-apostólica).

Porque no nos engañemos, los participantes de la Semana Santa pueden estar guiados por la devoción pero muy pocos practican la fe todos los días del año, virtud, por otro lado, bastante imposible a no ser que estemos hablando de milagros.

Como en cualquier otro momento, en Semana Santa no se abandonan los pecados que practicamos a diario, aunque algunos utilicen la cuaresma para ponerse a dieta y controlar la avaricia por la comida. Nos dejamos llevar, inconscientes, por la vanidad que nos hace pensar que somos mejores que nadie y, claro, nos gusta desfilar ante la mirada de cientos de personas que únicamente te observan para que les des un caramelo. También nos lanzamos en brazos de la envidia cuando se desmorona la vanidad y concebimos que hay otros que llevan las puntillas de cabo de andas o de estante mejor planchadas o, en el otro lado, la bolsa de caramelos más llena. Además, nos importa un bledo el prójimo, a quien podemos empujar ante el lanzamiento de una piruleta.

¡Y la gula! Nos gusta comer y beber como si fuéramos a morir mañana, a todos sin excepción (porque también “en la cara del cura siempre hay hartura”), incluso a quienes sueñan con desfilar en Cibeles. En fin, que mucho golpe de pecho, mucho rosario colgando pero con el mazo dando.

No obstante, no es sólo el caso de esta Semana Santa ¿hay alguna festividad en el calendario que no esté relacionada con la religión? En los pueblos todo gira en torno al patrón o patrona (que en esto sí que hay paridad) y raro es que no haya procesión o misa solemne en el programa de fiestas. Los santos son la excusa para celebrar y ponernos hasta las trancas. No hay más.

Los datos así lo revelan: En España, un 43% de la población se declara no religiosa, según el estudio de Ipsos 'Global Religion 2023. No debe estar muy desacertado el estudio cuando publicaciones católicas reconocen que desde 2013 se ha producido una brutal caída de las bodas religiosas. Ese año, una de cada tres bodas era por la Iglesia y en 2022 era una de cada cinco. Precisamente, la celebración de bodas es un buen termómetro de cómo está la cosa. Sin embargo, seguimos paseando al santo de turno y eso es de hipócritas. De hecho, otro informe, esta vez de ABC de Sevilla, afirma que la participación en cofradías, hermandades y procesiones en la capital andaluza en vez de decrecer, aumenta, de hecho, en 2023 había el doble de nazarenos procesionando en la Semana Santa que en 1995. Y no nos engañemos, no se trata de religiosidad ni de fe, sino de que nos gusta más una fiesta que a un tonto un capirote. Así que mientras hay un efecto “descristianizador” hay otro pro verbenero y, la verdad, no compensa ni equilibra, quizá favorece sólo a la Iglesia.

De todas formas, el mundo sigue girando y el próximo año, si Dios quiere (of course), volveremos a ‘celebrar’ la Semana Santa y la Navidad y todos los festines (sí, festines) por todo lo alto y da igual  que el calendario religioso no nos haga mejores por mucho reclamo de acontecimientos cristianos ni por mucha moraleja que traigan.

Eso sí, en mi caso, para escribir este artículo, he refrescado el Catecismo, he actualizado los diez Mandamientos, los siete Sacramentos y hasta los pecados capitales, así que ya he cumplido con la Semana Santa, lo cual no significa que sea mejor persona porque, la verdad, a nadie le amarga un dulce (o caramelo).


martes, 27 de febrero de 2024

Perdonadores

Estáis (vale, me incluyo, estamos) malacostumbrados, y cuidado, porque enseguida creamos norma (y lo incluimos en el derecho consuetudinario) de lo anormal, de lo inaceptable y hasta del crimen.

Sin ser esta afirmación mía una ley científica, pongo dos ejemplos que me he encontrado recientemente, uno de un ciudadano extrañadísimo porque había sido tratado con "excesiva amabilidad" en un centro municipal. Era tanta la sorpresa que quien le atendió pensó que le iba a poner una reclamación. Y tal y como está el mundo, no hubiera sido una rareza. Hay gente para todo. Pero sí, nos quedamos pasmados cuando nos encontramos con una persona que nos sonríe, empatiza, nos trata con educación, nos dice buenos días... y ya si nos acompaña hasta el sitio somos capaces de regalarle una cesta en Navidad. Sin embargo, aunque no estamos preparados para los malos modales, el embrutecimiento, la subida de tono, es lo que abunda y lo que más recibes hasta el punto de convertirse en costumbre, mala costumbre.

El segundo ejemplo, mucho más terrible, se produce con mucha más frecuencia de la que quisiéramos, en cualquier escenario y con personas de muy diversa índole, que opinan sobre situaciones, hechos y decisiones que rayan la corrupción (o la cumplen con todas las letras) y la despachan con un "los otros hacen lo mismo". ¿Perdón? y eso qué significa, que como todos se emplean en prácticas delictivas, vergonzosas o ilegales, declaramos el campo libre.

A ver si yo logro entenderlo mientras lo escribo; si, es un decir, un gobierno nombra a todos los asesores que puede (y no por necesidad sino porque lo vale), asesores que están al servicio de ese gobierno, no del ciudadano (parece una apreciación idiota pero conviene recordarla), al tiempo que restringe el personal funcionario o sus horas con la justificación de que no hay dinero, ¿no lo denunciamos?, ni criticamos (bueno, eso sí, que somos muy de enjuiciar para lo poco que ejercemos la justicia), ni condenamos porque "los otros" también lo hacían o porque "todos son iguales" o "porque son todos unos sinvergüenzas"...

Esta forma derrotista de indultar me exaspera y me produce una impotencia tremenda. Es como si naciéramos ya en este país con el chip de la amnistía de serie para perdonar lo que en otros países (más civilizados, rectos e inflexibles con la inmoralidad y la villanía) es intolerable. Porque si mi vecino roba y su primo también y su abuelo ya lo hacía, eso, por mucho que se repita en la misma familia o gremio, no confiere perdón, sigue siendo delito.

Los ciudadanos que tenemos el poder, aunque aparezca diluido, de cambiarlo todo, de exigirlo todo, de echar de las instituciones a los abusones... preferimos absolver y ejercer el derecho de gracia como si fuéramos la Corona con asuntos que vician nuestro sistema.  
Perdonamos a los tránsfugas, olvidamos las promesas incumplidas, disculpamos fechorías... y luego nos quejamos, y protestamos, y gritamos e insultamos porque se plantea una amnistía contra el procés y el referendum en Cataluña. Mira, esto no hay quien lo entienda.

Nos acostumbramos (mal) a actitudes y decisiones imperdonables y nos exaltamos con otras, quizá igual de imperdonables, sin criterio, sólo por afiliación y esta nunca es un argumento sólido, ni justo, ni ecuánime, ni siquiera decente.
 
Ya puestos, si nos ponemos a perdonar, tabla rasa, pero si seguimos por este camino, lo más probable es que en un tiempo no muy lejano ya no sepamos diferenciar lo que está bien de lo que no. ¡Y a ver cómo nos apañamos!

domingo, 31 de diciembre de 2023

Alegría

Asistí hace unas semanas a la presentación de la revista La Madeja, monográficamente dedicada a la alegría, un temazo. Y, como no dejo nada quieto, sobre todo los pensamientos, reflexioné sobre ese estado en el que, como bien se dijo, no se tiene demasiada consciencia. Lo vives como si nada, y es cierto que la alegría, para mí muy relacionada con el bienestar, es lo natural, es volver al estado original, como una prenda recién planchada tras sacarla de la secadora.

Así que en esta reflexión comencé a enumerar un listado de esos momentos que son de alegría para mí y, por tanto, de bienestar. Unos son excepcionales y otros, la mayoría, de andar por casa: la comida familiar para celebrar el 80 cumpleaños de mi padre, acompañar a mi madre, como cada año, en el proceso de elaboración de tortas de recao y cordiales, tomarme una cerveza, soltar una carcajada con mis hijas o con los compañeros de trabajo, ver una serie o película con un buen guion (y dependiendo del día con guion malo), una ducha de agua casi hirviendo, quedarme en la cama en invierno y satisfacer todas mis necesidades fisiológicas.

Por tanto, el amor podrá estar en el aire, pero lo que verdaderamente pulula a nuestro alrededor, e incluso nos persigue como una sombra (pero de las buenas, de esas tan demandadas con cuarenta grados), es la alegría. Y no, no hace falta que sea Navidad, ni la fecha de tu cumpleaños, la alegría está en los gestos, en los pensamientos, en las miradas... No necesita planes ni calendario, pero es más habitual rechazarla por cercana, como quien deja de visitar el mar porque, al estar ahí al lado, ya irás en cualquier otro momento, o al apartar a quien más nos quiere porque, total, es de confianza y siempre perdona.

Por otro lado, una de las ideas que me ha aportado este número de La Madeja, revista feminista, es que la alegría procede de fuentes distintas según qué personas y, sobre todo, según qué edades. A las mujeres entradas en edad, el motivo de la alegría es levantarse sin un dolor, para otra puede ser tener todas sus facturas al día o quedar con un grupo de amigas para echar unos bailes o simplemente soltar unas risas.

Sin embargo, hay tantas razones para alegrarse a cualquier edad y en cualquier condición, incluida la religión que practiques, que resulta raruno que brote sin parar, como una fuente natural. Quizá sea, y esto ya son cavilaciones mías, que los problemas, las obligaciones, los compromisos y las tristezas tienen más peso o son más largas, como la sombra del ciprés (otra vez la sombra).

Por ejemplo, a mí me da alegría escribir sobre esto, por eso he decidido darme el gusto, porque darse gusto es una posibilidad que siempre está ahí y que, también siempre, da alegría. Sí, me da alegría la Navidad, pero sólo su anuncio, luego es todo exageración, gula, consumismo. 

Sin embargo, también creo que la alegría se despereza todo lo grande que es cuando se apaga o la tapa lo externo. A veces es únicamente una chispa que no enciende cerilla, otras hace lumbre; en cualquier caso, para encontrártela hay que estar siempre alerta, con todo abierto.

Así que hoy, último día de 2023, deseo mucha alegría en cualquiera de sus formas y apariciones, pero sobre todo, mucha consciencia para que no se escape ni esa chispa.


jueves, 30 de noviembre de 2023

Un amor

Hacía tiempo que una película no llenaba todos mis sentidos como Un amor, de Isabel Coixet. Es cierto que había predisposición, tenía decididos deseos de ir a ver este largometraje y eso que el libro me dejó una inquietud y una rabia que, si hubiese podido, habría entrado con armadura en las páginas.

La directora nos ofrece una visión, versión, lectura más dulcificada, que yo, después de transitar por el lado oscuro del texto de Sara Mesa (que es muy bueno), agradezco como el reo que celebra el indulto (no se me ocurrirá utilizar la palabra amnistía).


La película está llena de imágenes bellísimas pese a la soledad, decadencia, ruina y brutalidad que encierra. Eso sí es arte: transfigurar la fealdad del mundo, sin ocultarla.


La protagonista, Nat, que interpreta (y no me imagino a otra actriz mejor) una Laia Costa pulcra, pese a la suciedad de la desolación y los escombros, huye, se esconde, de su propio mundo, cuya tragedia le agrade, y no le importa el grosor de la multa que tenga que asumir por ello. Precisamente, es esa asunción apacible lo que yo no perdonaba como lectora.


También, con esta película, reflexionas sobre este vicio tan común de aferrarnos a un amor, a una amistad o a una lealtad que no merecen la pena por lo que sea. Deberíamos soltar amarras, dejar que se derrame todo, aunque duela, aunque te desangres y luego a seguir. Igualmente, no hay que conformarse con media caricia o con un medio amigo porque sientas que no hay nada mejor o, peor aún, porque pienses que no te lo mereces.


Nat cree que no puede elegir, coge lo que se le ofrece como única posibilidad, quizá porque es demasiado consciente de que hay otros sufriendo atrocidades verdaderamente descarnadas y ella, rodeada de goteras y cascotes, de seres superficiales y salvajes, es una privilegiada. Entonces, opta por castigarse con un hogar mísero, con los ataques de un casero misógino y vil, con la ferocidad de sus congéneres a quienes sólo les mueven instintos primarios, hasta el punto de que juegan con el trueque en las cosas del querer, y con un perro de pasado cruel.


Los libros te permiten crear imágenes libres de lo que lees, fantaseas con la cara de los personajes, ves con detalle paisajes lejanos y te trasladas a las escenas como un voyeur invisible. Es una experiencia tan íntima y tan autónoma que siempre creo que las películas acotan, empequeñecen e incluso contrarían tu perspectiva. No obstante, en este caso, Coixet hace una traducción esclarecedora del lúgubre mundo de Nat, que yo representé durante la lectura de Un amor, y lo agradezco. 


Me gustan de la película la casa inhabitable, el incesante sonido a lluvia y viento, los huecos arenosos de los azulejos caídos y la maravillosa banda sonora, incluso el par de toques folklóricos. Igualmente, me ha resultado un gran acierto incluir como personaje la voz del trabajo de traducción.


No digo más. He sufrido con Nat (en el libro y la película) y he bailado con ella y me he vengado con ella (en la película), me he intentado poner en su lugar aunque me ha costado entenderla, pero al final es todo cuestión de amor, y no tanto de amor al prójimo, como a uno mismo. El film te inspira todos esos amores que podemos experimentar, empezando por el propio.


Recomendable película y, por supuesto, el libro. No hay incompatibilidad, es sólo amor, un amor.

sábado, 7 de octubre de 2023

Incendios

Un incendio y trece muertos. Arde todo, las discotecas, los teléfonos, los ayuntamientos, las redes, los tertulianos, los medios de comunicación, la opinión pública y la tristeza. La tristeza echa chispas que no se apagarán. Trece hombres y mujeres, padres, madres, hijos, sobrinos, amigas... muertos. Y las cenizas encendidas, las brasas incandescentes, mientras se sofoca el fuego que lo ha arrasado todo. "¡Qué mala suerte!".

Y antes del entierro, la culpa. "No es culpa mía", "yo no sabía", "yo no he sido". Pero "cuando la culpa es de todos, la culpa no es de nadie" (Concepción Arenal). Da igual a quien señales, los muertos no vuelven, aunque estén presentes. Sin embargo, algo queda. El escritor Stefan Zweig dijo "ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde". La conciencia y el amor de los suyos les mantendrá sonrientes, porque estoy segura de que lo último que se desengancha de la memoria sobre un ser querido es su risa.

Trece víctimas (qué horror ser una víctima con la de papeles que podemos desempeñar). Trece personas con nombres y apellidos. No más cumpleaños ni fiestas. Trece, y cientos de lágrimas, un océano entero, el mismo que los separaba de sus orígenes. Dolor, infinito dolor.

Ha habido, hay, miedo al fuego, al humo, a la vida que trae incendios y escombros. Y preguntas, miles de preguntas que empiezan con un por qué y siguen con un cómo. “¿Cómo ha podido suceder? ¡si esto es el primer mundo!”

Y más interrogantes y más miedo. Las hogueras siempre dejan rescoldos. "Esto me podría estar pasando a mí". Vivir es un milagro. Escapar de los incendios de la vida es sólo cuestión de suerte. Nadie está a salvo siempre en ninguno de los mundos conocidos.

jueves, 31 de agosto de 2023

Pueblos

Ante esa propensión y tendencia a surcar los mares en vacaciones, obsesionados a partes iguales por absorber lo desconocido y por aprehender con el móvil cada roca, cada iglesia y cada playa a un ritmo enloquecido, yo apuesto por emplear el tiempo de asueto en el pueblo, el destino que desdeñamos con una simpleza aderezada de esa iniquidad absolutamente desproporcionada.

Podemos argumentar que el pueblo lo tenemos muy visto o que en el pueblo te aburres, y sí, pero no. Es verdad que conocemos al dedillo cada calle, hasta casi cada portal y, sin embargo, pasamos por alto detalles que hacen único el lugar y que incluso nos descubren quienes no son de allí. Es verdad también que las noches son para tomar el fresco en la puerta o un polo (que no un helado) y poco más. No obstante, la tranquilidad y el silencio, las sombras de callejuelas tomadas por mecedoras y macetas y la sencillez de los paisanos bien valen una estancia que favorezca la recuperación de la quietud o del bienestar, de las horas pausadas y de los atardeceres autóctonos y silenciosos, sin aplausos ni fascinación como si fueran un acontecimiento esotérico o la reaparición del cometa Halley (al que, por cierto, se le augura llegada para 2061).

Aparte de todo esto, el pueblo te regala estampas como postales de los principales monumentos del mundo. Por ejemplo, entro a un bar que huele a bar, a bar antiguo. Me recuerda a la bodega de la esquina de la calle de mis abuelos, olía a tonel no a vino, a tonel. Exhibe botellas de Marie Brizard y de Ponche Caballero, ventilador de techo y San Pancracio sin perejil. Falta el eco de la canción "Ya no puedo más", pero hay foto de Camilo Sesto en una de las paredes. Lo que resuena con cierto estruendo es la televisión a la que nadie hace caso. Suelo de terrazo y parroquiano con palillo en la boca. Es un paisaje completo. El bar se llama Loba, que es el nombre de un animal que en femenino no me suena denigrante, sino a pasión, a fuerza, a lucha.

Inciso: este país es sus bares, sobre todo los de antes, que son los que resisten en los pueblos, los de las peladuras de las gambas bajo la barra. Son los lugares donde la única fusión que se produce es la de los clientes agarrados después de tres vinos. Son lugares donde resisten las cintas de espumilla roja de una Navidad a otra. Son los bares del aperitivo familiar dominguero, después de misa, el espacio de la tertulia improvisada porque a uno le ha dado por compartir su opinión sobre política o, principalmente, sobre fútbol (¡lo que habría dado de sí el tema Rubiales!). En fin, son bares de muestrario completo en la barra y de listado de platos de memoria del camarero. Nada de carta, como mucho una hoja plastificada con los combinados donde no faltan la lechuga, el huevo frito y los calamares a la romana. Son las mismas fotos en todos los bares con los mismos 'tenedores'. Aunque eso sí, la cocinera (casi siempre una mujer) le da un sabor tan hogareño que te hace mojar hasta la cenefa del plato.

Pero en el pueblo, los establecimientos en general tienen su propia singularidad (y esto también debería ser reconocido como patrimonio universal). Si vas al estanco a las once de la mañana es probable que la señora responsable no haya abierto aún porque ha decidido limpiar la casa y hacer la comida antes de atender al público, e incluso si te pasas por la droguería, la señora (todas son señoras) te puede pedir que esperes a que se seque el suelo para que no le pises lo mojado. Y así unas compras de media hora, porque están todos los comercios en la misma calle, pueden durar mañanas enteras. Reconozco mi asombro, pero me adapto y me doy cuenta de que es el pueblo el que dicta los ritmos, el que obliga a la calma como si te abrazaran hasta que se te pasara el estrés, la ansiedad o lo que sea que traigas. En los pueblos, es donde realmente se descansa y donde hay fotos para enmarcar. El año que viene, me quedo en el pueblo.